
Piensa en la escasa información del mundo de su infancia. Una información oral directa, en la que funcionaba el tú a tú, algún que otro periódico y… la rumorología. Lo más avanzado en comunicación era la radio, y en su pueblo nadie tenía radio. Ella solamente la había oído alguna vez en la ciudad y era consciente de que en ese tiempo no estaba al alcance de todas las economías.

Era invierno, y por las tardes, antes de que el sol se ocultara en la mar, comenzaban a llegar los primeros radioyentes a la casa de sus abuelos, y, en la casa se acabó la intimidad. Cuando llegaba la hora de la cena, tenía que cenar la familia en la cocina. El salón comedor donde estaba la radio, se convirtió en una sala de espectáculo que los espectadores no abandonaban hasta la media noche.
Antes de llegar al décimo día de haber traído la radio, ella oyó al abuelo comentarle a la abuela que la devolvía. El abuelo volvió a meterla en su caja de cartón, la cerró muy bien, y se la llevó en la misma camioneta que la trajo. Ese día, Clara se sintió muy desdichada. Lloraba, lloraba sin consuelo, no comprendía ¿Por qué su abuelo se había llevado la radio, si funcionaba perfectamente?

Para poner en funcionamiento la radio se levantaba la cortinilla, y este acto era para ella, como si se levantara el telón de un escenario. El arco de cristal se iluminaba y brillaban los nombres de las ciudades impresos en él, que ella intuía exóticas y lejanas: París, Londres, Milán… y otros nombres tan raros como: Strasburgo, Stuttgart, Stratford, con una grafía extraña que no venía en el libro de lectura de la escuela.
(Al cabo del tiempo en un viaje a Gran Bretaña, al leer el letrero de Stratford a la entrada de la ciudad cuna de Shakespeare, Clara se acordó de una niña, que a miles de días y de kilómetros de distancia, miraba extasiada este nombre, en el arco de cristal de una radio).
La radio entró a formar parte de sus vidas, era la única salida de un mundo hermético en el que nunca pasaba nada. Por las noches mientras la madre terminaba en la cocina, el padre se sentaba junto a la radio y algunas veces la llamaba:
- Clara ven, siéntate aquí y escucha- le decía.
Obediente y melosa se sentaba a su lado, y sin entender bien el significado de lo que escuchaba, prestaba atención a lo que decía el locutor. Hablaba de revueltas de estudiantes en las universidades de Madrid y de Barcelona, de incidentes en las huelgas de los mineros y de protestas de los trabajadores en las fábricas para reclamar sus derechos…

A cada rato se asomaba a la ventana del dormitorio para cerciorarse de que no era espiado. Se ponía nervioso, le preocupaba que lo oyeran sintonizando estas emisoras los tricornios vigilantes, que cada noche hacían la ronda en bicicleta por la cercana carretera.
La radio, con su voz que enmudecía a veces por la escasez de fluido eléctrico y, otras era mal oída por las interferencias, les ponía en contacto con un mundo que no era el oficial. Les daba noticias de un mundo que bullía por doquier, y que intentaba encontrar un camino, que lo llevara por las soñadas sendas de la libertad.
AMALIA DÍAZ
Parece un retrato de lo que ocurría en mi pueblo. No se que día de la semana "echaban Matilde, Perico y Periquin", que oíamos embelesados, igual que "Udes son formidables" de B. De Glane. Cuando "cogíamos" la Pirenaica solíamos sumarle lo que decía Radio Nacional y dividirlo por dos. El de mi casa era un Vanguard. Todavía se conserva, nuevecito, pero la tele lo ha convertido en un objeto únicamente decorativo.
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