Gregorio Gómez C.

Belén, casa del pan, nos recibió como también en su día acogió al Mesías. «En cuanto a ti Belén, la más pequeña… de ti sacaré el que ha de ser soberano de Israel». María dio a luz a su primogénito en esta ciudad de David y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. En la Basílica de la Natividad participamos en la procesión de la luz, pues la palabra se hizo vida y la vida era la luz, y como los pastores y reyes le adoramos como hacen las personas que gozan de su amor. Dios es amor. Las mujeres malagueñas, en silencio, corazón de la palabra, como María guardaban todas estas cosas en su corazón.

En el Huerto de los Olivos se decidió la suerte del cristianismo. Hoy seguimos preguntándonos: «Cuál fue, Jesús, tu palabra? ¿Amor?, ¿Perdón? ¿Caridad? Todas tus palabras fueron una palabra: Velad». Se detuvieron entre los olivos y Jesús les dijo: Velad. Pero Él quedó abrazado al centro de su soledad y en su silencio. Solo en su lucha, en su agonía, aceptando del Padre el cáliz de su vida. Cristo en su inocencia y obediencia encierra toda la esencia de la vida. Se había dado en palabra y en alimento para ser consumido como los humanos necesitan. Y ahora pedía ser asistido en silencio, ser velado. Pero no se entregaron a él sino al sueño. Fe viva es entrega a la persona que te está amando, dando la vida por ti. Aquel que vela se enciende a sí mismo: una llama de amor viva ardientemente hubiera enamorado del alma de los discípulos su más oscuro centro haciendo de ellos lámparas de fuego. El cristiano, hombre verdadero: dios siempre naciendo. Nadie quiere beber su cáliz y entonces se derrama y viene la confusión: no sé si es el mío; el mío, mi cáliz. ¿Pero tengo yo algún cáliz, mío para mí, de mí? ¿No será uno, uno para todos, del que me cae una sola gota, una gota sólo que no pasa, una gota de eternidad?
En la Iglesia de la Agonía, en Getsemaní, molino de aceite, compartimos la Eucaristia, acción de gracias, plenitud de la vida de un cristiano, con un grupo de peregrinos brasileños. Sentimos cómo la Iglesia no es sociedad sino comunión. Suplimos en esta misa la nostalgia, resorte de nuestro corazón, de no haber podido reactualizar en el Cenáculo la ofrenda de Jesús. Una vez más Israel propiciaba romper el pacto con Yahveh. Queríamos santificar a Israel y a los tiempos. Y allá en el claro de nuestro corazón temblaron las palabras de Cristo: Esto, mi carne; Esto mi sangre. El cuerpo y por otro lado su vida, la sangre. Surge una Nueva Alianza, una nueva promesa para el futuro, sellada con la sangre de un Mesías que sufre y muere, que se da como alimento, pan celestial o espiritual, alimento del alma. Yo soy el pan vivo.

En el río Jordán repetimos el rito del bautismo. El bautismo es la iniciación de la vida cristiana como reproducción de la muerte y resurrección de Cristo en cada uno de nosotros. Invocamos a la Trinidad expresamente. Para recibir este rito es menester tener fe y conversión. Es un baño de regeneración donde como personas nos incorporamos a Cristo como realidad viviente en unidad de amor, fe y esperanza.
En el Monte de las Bienaventuranzas recordamos que somos hijos de un sueño de amor creador. Y es este amor el que otorga quietud de ánimo a los bienaventurados. Su vida nos alumbra, nos atrae por esa blancura del pensamiento. Su belleza es de espíritu, de justeza o armonía de su riqueza interior, de perfección en su presencia de silencio y palabra. Libertad de su ser dinámico impregnado de amor, de fragancia, de perfume y de anhelos. Amor que llena el vacío de su «no ser» con la riqueza de la soledad, desdicha, sed, injusticia. Son dichosos en su pobreza, mansedumbre, llanto, hambre, misericordia, blancura de corazón, paz y padecer. Vivir desde la verdad, eso es ser pobre.
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