Hace unos días, regresaba a casa a las dos de la tarde y, cogí el autobús. Estaba repleto, sin solo asiento libre, así que me acoplé de pie en el espacio reservado a los carritos de niños y minusválidos. Iba de frente, y casi pegada, a una chica bien parecida de alrededor de treinta años, tez pálida y grandes ojos negros. La chica hablaba por el móvil y, sin pretenderlo, fui oyente casual de su conversación. Decía mientras se ayudaba con gestos, como si su interlocutora la estuviera viendo:
-He hablado con él infinidad de veces y le he dicho que no podemos seguir así, pero él no hace nada por cambiar. No puedo aguantar más. No tiene confianza conmigo, se le averió el coche y no fue para pedirme el mío. Me dijo que yo se lo debería haber ofrecido ¿Cómo se lo iba a ofrecer si no me había dicho que lo tenía estropeado?
-Rafaela, no le diga nada ¡por favor! Le cuento estas cosas porque tengo necesidad de desahogarme. Yo quiero una relación estable, que me trate con respeto y cariño, y no me dé un disgusto tras otro. Cuando me voy reponiendo del anterior… vuelve a las andadas. Luego viene pidiéndome perdón casi llorando y me dice que me quiere mucho, que no me va a hacer sufrir más y lo perdono, así una y otra vez. No sé qué hacer para tenerlo contento. Nada de lo que hago le parece bien y todo son reproches. Muchas veces pienso si no seré yo la culpable de lo que pasa entre nosotros y mi cabeza no para de darle vueltas a esa idea.
En medio de su diálogo hacía algún intervalo para escuchar a la persona con la que hablaba y, deduje que lo hacía con una mujer mayor, que podría ser familiar o muy allegada a su compañero. La chica con las lágrimas contenidas siguió:
-Aquí estoy muy sola Rafaela, no tengo a nadie. En el trabajo me olvido un poco de mi situación, pero cuando salgo me encuentro perdida y no tengo apoyo ninguno. Él siempre va a lo suyo sin importarle mis sentimientos. Yo sólo le pido una relación estable y comprensión y, no sé qué hacer. Bueno Rafaela la dejo, y por favor no le diga nada de nuestra conversación, si se enterara… me la formaba y no sé qué pasaría.
Yo miraba por la ventanilla queriendo ignorar a la chica, no obstante, no podía hacerlo y repetía para mi interior como una letanía:
Aunque quería evitar su mirada, la suya y la mía se cruzaron en un par de ocasiones y, bajé la vista al suelo, como avergonzada de ser testigo de su confesión telefónica. Pretendía que lo que había oído no me afectara, pero en mi interior se libraba una batalla.
-Dale un consejo y aliéntala- me decía- y yo misma me contestaba:
- Hazte a la idea de que no has oído nada. A ti que te importa, te puede soltar una fresca por meterte donde no te ha llamado. ¿Y si le sirviera lo que puedes decirle? ¿Y si por darle una opinión recapacitara en la situación que está viviendo?
Mi viaje llegaba a su fin y la chica seguía en su sitio con la mirada perdida. Toqué el timbre para apearme, pero antes de hacerlo, mientras salvaba la distancia hasta la puerta del autobús, con la cobardía de quien sabe que su acto va a quedar impune, le cogí el brazo y le dije mirándola fijamente:
-¡Déjalo! déjalo y no te sientas culpable.
Sólo pude ver el desconcierto en su cara y sus ojos llenos de lágrimas.
Nada más de bajarme del autobús me encontré a un antiguo amigo y, al verme nerviosa y sofocada me preguntó qué me pasaba. Yo le dije que me sentía mal porque había hecho una cosa que creía que era incorrecta.

El que había considerado como amigo hasta ese momento me respondió:
-Esa lo que quiere es tener el kakafuqui asegurado.
Lo miré con una mirada inquisidora y aunque podía haberle cuestionado su aseveración, volví a mirarlo de la misma forma y sólo le dije adiós.
De camino a casa pensaba; por qué, para algunas personas cualquier sentimiento es sexo. ¿Acaso no existe la ternura, y el amor, y el dolor del amor, y el desamparo?
Después de ese día he cogido varias veces esa línea y, cada vez que lo hago, recorro el autobús con mi vista para ver si está la chica y, no he vuelto a coincidir con ella. Sin embargo, guardo en mis retinas; la expresión de sus ojos llenos de lágrimas y en mi corazón una esperanza, que siga mi breve y quizás improcedente consejo.
Amalia Díaz Martin
7 de Octubre de 2012
Una fiel descripción de tu persona y una posible víctima de la violencia de sexo.
ResponderEliminarMe alegro de lo primero (que ya lo sabía), me horripila lo segundo que, ¡quiera Dios que me equivoque¡