
El olor a salitre llegaba hasta allí y podía verse el mar desde todas las ventanas, era como estar dentro de ese universo azul, a veces verdoso, a veces gris, con aire de levante o de poniente y a merced de olas furiosas o suaves que a cada rato rompían en las rocas cercanas cambiando por completo el paisaje que la envolvía.
“Al menos no me aburriré, cada día habrá algo distinto ahí fuera”.-pensé mientras miraba hacia el horizonte desde el que iba a ser mi dormitorio.

El mar siempre fue un gran bálsamo para mi alma y seguro que conseguiría reponerme, solo era cuestión de tiempo.
Repasando visualmente los cuadros que adornaban las paredes, ya de por si recargadas por un papel pintado de ondulados lazos infinitos; me llamó la atención un gran cuadro de una escena campestre, que colgaba solo en aquella pared frente a la cama. Era completamente diferente a los del resto de la casa: láminas bastante vulgares de las que se ponen para rellenar los huecos vacíos, con más o menos acierto.
Al acercarme comprobé que era una acuarela original y fechada en 1.570, muy bien conservada a pesar de la humedad que podría haberla deteriorado estando tan cerca del mar, aunque quizás no siempre había estado en ese lugar y si era así ¿por qué estaba allí algo que seguramente por su antigüedad debía tener mucho valor?

Observé que la masía era parecida a la casa que acababa de alquilar, salvo por los tejados y las contraventanas abiertas de par en par, que invitaban a colarse por ellas y no por la puerta principal, para descubrir sigilosamente su interior.
En la planta de arriba vi la que era una especie de copia del dormitorio y empecé a recorrer con la yema de los dedos los contornos de las nubes, los árboles, el maizal, el granero, el tejado y esa ventana.

Estaba asustada, sabía que mi mala experiencia amorosa me había trastornado, pero no hasta el punto de volverme loca. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué hacía allí? y ¿por qué llevaba ese harapiento vestido?
De pronto escuché por las escaleras una voz masculina que gritaba:
“Sara, Sara, date prisa que ya vienen por el camino, tienes que esconderte en el granero, si no te llevarán al tribunal “. Enseguida apareció el dueño de aquella voz, era un hombre joven, cuyo atuendo era tan andrajoso como el mío y me dijo: “vamos hermana, no tenemos tiempo que perder, El Santo Oficio no sabe que has venido a visitarme y en estos tiempos cualquiera puede ser una bruja o una hereje, si te encuentran una alforja llena de hierbas del campo. Mejor no dar explicaciones, por mucho menos han firmado sentencias de muerte”
- Pero “que sentencia de muerte”, si yo no he hecho otra cosa en mi vida que poner la otra mejilla -contesté, pero aún así era tan convincente que le di la mano que me tendía y me fui con él escaleras abajo con una bolsa colgada del hombro, casi tan vieja como mi ropa.

Salimos y mientras me ayudaba a subir al granero y me escondía bajo un montón de paja, me dijo que me estuviera quieta y callada mientras él se iba a recoger mazorcas, que todo debía parecer normal.
Al poco rato escuché al menos tres voces distintas que preguntaban a “mi supuesto hermano”: ¿qué hacía? ¿si había recibido últimamente alguna visita? y otras preguntas que él iba contestando con desparpajo. Era como un censo, pero mucho más inquisitivo. Entraron en la casa y la registraron. Después salieron balanceando una pequeña bolsa que por su ruido parecía llena de monedas y con caras de satisfechos; cosa que pude entrever por una rendija de los tablones del altillo del granero. En mi afán de seguir espiando y comprender en que acababa aquella locura, pisé mal y me caí al suelo, dándome un buen golpe en la nuca. No sé el tiempo que estuve allí. Me desperté y estaba tumbada en la cama con un fuerte dolor de cabeza, pero al palparme no advertí ningún golpe. Mi ropa era la que traía al entrar en la casa. El dormitorio parecía el actual y el cuadro campestre seguía en la pared frente a la cama.

Miré el cuadro sin acercarme demasiado y por supuesto sin tocarlo, observando que ahora había mazorcas en el suelo cerca del granero y el maizal estaba a medio recoger. Pensé que quizás no reparé bien en ese detalle la primera vez.
No estaba dispuesta a que un mal sueño me estropeara las vacaciones, ni mi terapia de desamor frente al mar, así que llamé al casero para que retirara el cuadro esa misma tarde: “era muy antiguo y a mí no me gustaba el campo”, esos fueron mis argumentos.
Por cierto, al desvestirme para darme un relajante baño e intentar olvidar el incidente, cayeron al suelo algunas briznas de paja que no entiendo como fueron a parar entre mis ropas….
Esperanza Liñán Gálvez
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