
Cansada de recorrer inmobiliarias, en una me ofrecieron un piso, céntrico y amplio, ajustado a nuestra economía. Fui a verlo y, nada más entreabrirse la puerta, salió de él un olor penetrante, como de pergamino añejo, que hizo que en un gesto instintivo me apretara la nariz con los dedos.
-No se preocupe por el olor- me dijo la empleada de la inmobiliaria- tenga en cuenta, que el piso lleva cerrado más de diez años por problemas con los herederos. Cuando se ventile b

-El piso cambiará- me dije- Pintado de blanco y decorado con cortinas y macetas, perderá la de falta de vida que tiene, como de no haber oído nunca la risa de un niño. Los de Javier y míos lo alegrarán con sus travesuras.

Una tarde mientras ojeaba unos libros, encontré un papelito doblado en el que había escrito unos versos, cargados de pasión, con la dedicatoria: “Para ti, mi amor” Manuela. Me quedé sorprendida pensando por qué no habrían llegado a su destinatario y cómo una mujer tan aparentemente metódica y religiosa podía escribir ese poema amoroso. No sabía apenas nada de la anterior dueña del piso, pero el portero me hizo su retrato casi completo.
La señorita Manuela llegó con su padre, abogado de profesión, procedente de Marruecos. De edad indefinida y no mal parecida, iba siempre bien peinada con un moño en la nuca y vestida con una elegancia trasnochada. Era correcta, aunque orgullosa, no tenía trato con los vecinos y nunca, ni antes ni después de la muerte de su padre, se había visto subir a ningún hombre a su casa. Salía muy poco, sólo a misa y de compras, y algunos fines de semana se marchaba fuera, decía que a casa de un hermano.

De esta foto robot, sólo el episodio del joven podía tener relación con el poema encontrado y decidí olvidarlo. Transcurrían los días, y tanto como me gustaba salir, apenas salía ordenándolo todo igual que la señorita Manuela. El olor a pergamino del armario persistía, era mi obsesión. Un día al desarmarlo por enésima vez vi en el fondo una tablita desajustada, tiré de ella, y quedó al descubierto un doble fondo lleno de cartas amarillentas atadas con un lazo azul mortecino, y una nota suelta. El olor que me perseguía desde que entré en el piso se esparció por el dormitorio.

Pensaba ilusionada en el regreso de Javier, en que pronto llenaríamos la casa de amor, de alegría, y de la risa de los niños que deseábamos tener cuando... la voz de Paco al teléfono me despertó de mis sueños.
-Carmen, lo he dudado mucho, sin embargo, mi deber como amigo es contarte que Javier...
- ¿Qué le ha ocurrido a Javier?- dije casi gritando llena de presentimientos.
-No le ha ocurrido nada, pero llega a las ocho a Madrid con su esposa de viaje de novios para presentársela a sus padres. Lo siento, Carmen.
-¡Javier casado! -repetía nerviosa, intentando hablar por teléfono con sus padres. Cuando lo conseguí, la madre, con “lo sentimos hija” no hizo más que ratificar lo que me negaba a creer. Miré el reloj. Eran las cuatro. Presa de gran dolor y de ira, creí que tenía tiempo de ir a Madrid a dar a Javier mi bienvenida.

Rota por el cansancio y las emociones vividas, recogí en un moño mis indómitos cabellos y me senté frente al ventanal mirando la mar, mientras que como un autómata, mis dedos desgranaban las cuentas del rosario.
Amalia Díaz
30 de junio de 2011
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