
Al removerlos me he fijado en su rojo intenso y, se me ha venido a la memoria; el color rojo de los pimientos para asar y... mi vecina Concha. Cuando la conocí, tendría cerca de sesenta años. Se mudó a un piso frente al mío y, en nuestra primera conversación me dijo; que antes vivía en una casita bastante vieja y que su hija había comprado el piso, en parte como inversión, y en parte, por estar situado en la misma calle donde ella vivía. (Quería tenerla cerca porque tenía dos niños pequeños)
Era viuda, y su hermana mayor soltera, se vino a vivir con ella. En sus salidas: compras, misas y alguna que otra visita, siempre iban juntas, y los nietos Concha, parecían nietos de las dos. Muchos días, los recogían del colegio y les daban el almuerzo, y hasta la merienda, antes de recogerlos la madre. Se sumaba también a estas comidas otro nieto, hijo de su hijo, y ellas, estaban felices de cuidarlos aunque les dieran trabajo.

- Aquí llevo unas zapatillas porque voy a casa de mi hijo y a mi nuera no le gusta que se entre en la casa con el calzado de la calle. Verá usted, es que es muy limpia- me decía, en un intento de disculparla.
A la hermana le diagnosticaron una enfermedad mortal que se la llevó al poco tiempo, y Concha, se repuso de su pérdida con esfuerzo, y con la compañía del hijo mayor de su hijo que prácticamente no salía de su casa. Los niños se hicieron adolescentes, y la hija, se compró un chalet por la Cala del Moral y allí se marchó a vivir, sin embargo, la nieta que se matriculó en la Universidad, venía todos los días a comer a casa de la abuela y a veces se quedaba a dormir.
Con los nietos criados y más tiempo libre, se dedicó ha hacer compras para sus hijos. Desde lejos la veía tirando del carrito de la compra lleno a tope.

-Vengo del mercado porque hay oferta de pimientos de asar y la he aprovechado- y continuaba- mire usted, yo aso los pimientos, los limpio, los meto en cacharros y se los llevo a mis hijos, así no tienen que entretenerse para hacer la ensalada. Cada vez que la veía con el carro de la compra, se repetía esta escena igual que si estuviera grabada en un video.
El matrimonio del hijo se fue a pique, y él, amargado, venía a comer y contarle sus desdichas a la madre que las sufría con todo su ser.

Se repuso un poco y le dieron el alta médica. La hija decía que no la podía atender y que al adosado de la Cala no se la llevaba porque tenía muchas escaleras y se podía caer. El hijo, decía que la hermana sí que podía llevársela, pero quería que él fuera quien la cuidara para así desentenderse de ella. Se disgustaron los hermanos y acertaron a ponerle una cuidadora rusa que no hablaba apenas español. Concha que era tan comunicativa, no entendía a la rusa, ni ésta a ella, por lo que estaba casi todo el día inmersa en un mutismo sin remedio y... pensando, pensando llena de tristeza.

Ensimismada removiendo los tomates, oigo que llaman por teléfono. Al volver a mi quehacer, me cuesta retomar el hilo de mis pensamientos. ¡Ah ya, era sobre Concha! Sí, una mañana desde la calle vi sus ventanas con las persianas echadas hasta abajo, subí, llamé al timbre y nadie me contestó. El portero me dijo que se la habían llevado a una residencia. Desde ese día no he vuelto a ver

Los tomates ya están fritos y buenísimos. Con las cucharaditas de azúcar que les pongo pierden la acidez y tienen un sabor muy suave. Ya fríos, los echaré en recipientes herméticos y se los repartiré a mis hijos. Les vendrá muy bien tener esta salsa hecha para los guisos que la necesiten. Además, a mi nieto, hoy por hoy ¡Le encantan los tomates fritos de su abuela! Mañana... ¿se le cambiara el paladar?
Amalia Díaz Martín
11 de junio de 2011
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